Yo
iba andando por la misma calle de siempre, como tantas otra veces al volver de
la rutina. Se levantó una ráfaga de aire y me sujeté el sombrero de paño
marrón. La ciudad tenía un tono grisáceo, nauseabundo en general, como de
costumbre, mucha de la gente a mi alrededor sonreía tanto o más que los payasos
de feria, me los imaginaba a todos con unas narices de goma coloradas. Pero aún
así mi visión del momento era triste, o quizás lo fuera precisamente por ello.
Fue
entonces cuando pisé el chicle, me paré y levanté el pié al tiempo que me
apoyaba en la pared, en efecto, era un pegajoso chicle morado. Me lo quité con
las llaves de casa y bajé de nuevo la bota al suelo. Pero al alzar la cabeza vi
a alguien, había una chica cruzada de piernas sentada en la acera, recostaba la
espalda contra el muro de un KFC. Recuerdo que miraba al cielo. Me pregunté que
haría aquella persona ahí sentada, sin hacer aparentemente nada y aún no sé por
qué lo hice, pero repentinamente me agaché y la pregunté si me podía sentar a
su lado. Entonces ella me miró, y me di cuenta de que no todo tenía ese tono ceniza,
sus ojos azules parecían contener ese cielo que había estado mirando. Estaba
extrañada pero me sonrió y asintió con la cabeza. Sin mirar otra cosa que el
suelo me senté y la pregunté qué hacía allí. Ella me dijo que simplemente no se
le ocurría otra cosa que pudiera hacer. Yo hice una mueca de no entender a qué
se refería. Entonces sonrió, sin mirarme, y me hizo la pregunta. Con una voz casi susurrante dijo:
-¿Alguna vez has sentido el impulso de
querer hacer algo distinto?
Me
quedé callado. No tenía ni idea de por qué había empezado una conversación con
alguien tan ajeno a mí, pero ya era tarde, tenía que seguir el juego y responder
a la pregunta. Finalmente abrí la boca:
-Sí.
No se me ocurrió nada mejor, pero
le había dicho la verdad, creo que yo mismo me había preguntado algo similar en
alguna ocasión. Después ella se giró y me volvió a mirar. Sólo entonces me
interesé por su apariencia. Me dí cuenta de que tenía el pelo de un color rojo
oscuro, vestía un enorme pantalón de tela verde y amarilla y una chaqueta de
cuero marrón llena de parches en los que no me fijé.-¿ Y por qué no lo hiciste?
Me había hecho otra pregunta, yo
empezaba a sentirme incómodo y miraba de un lado a otro, ella me observaba en
silencio; de verdad quería mantener esa extraña conversación.
-¿
Y cómo sabes si lo hice o no?. Quería ponerme a su nivel, pues levantarme e
irme me parecía en cierto modo traicionarme a mí mismo aunque no sabía por qué.
-¿ Bueno… perdona es que estoy un poco
harta de todo esto(miró a la gente)… ¿ tú no?. No se si sonreí hacia dentro o hacia fuera pero recuerdo que
empecé a sentirme atraído por la
conversación… me interesaba lo que oía.
-Creo
que ya sé lo que quieres decir, cuando iba andando por aquí iba pensando en la
automatia en la que estamos sumidos… (suspiré)o consumidos. Debí coger el hilo
porque entonces la chica me enseñó todos sus dientes en una exagerada sonrisa.
Después
sólo hubo un tremendo ruidoso silencio. Pocas veces había experimentado así el
silencio aparente de la ciudad, figurillas de distintas formas corrían de un
lado a otro, sin mirar a nada, unos hablaban con sus mascotas electrónicas a la
oreja, para que les escucharan bien, otros corrían con maletines, maletas,
bolsas, mochilas, bandoleras… los menos caminaban pensativos, escuchando
música, o silbándole a la primavera. Todo bañado de una veladura gris. Estaba
cómodo en aquella situación, y me dí cuenta de ello justo antes de ver que,
tras un bus en la acera de enfrente que salía de la parada, aparecía la figura
de un hombre sentado en ella, con las piernas cruzadas. Era muy barbudo y
desaliñado por lo que podía ver a la distancia y debido a los muchos cláxones,
luces y humos que se cruzaban. Tenía una taza grande delante de él, y un cartel
de cartón a su derecha con algo pintado. Me giré para preguntar a mi “amiga” si
lograba ver lo que ponía.
–
Pone: “os juro que lo intenté”,dijo. Ni siquiera un “limosna por favor” o “
necesito dinero”, pensé yo. Me giré hacia ella. Aquella chica me había parecido
interesante en apenas diez o quince minutos, y se hacía tarde así que me
disponía a invitarla a un café cuando unas perneras y unos zapatos desgastados
cruzaron por delante de mi cara y una moneda cayó de la mano de aquel hombre
invisible a un platillo delante de ella. Me quedé con la más maravillosa cara
de imbécil que puedas imaginar.
Mario
Vicente Guixeras.
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