lunes, 20 de julio de 2015

Y NI SIQUIERA ME DI CUENTA

               …Y NI SIQUIERA ME DÍ CUENTA…

         Estallaban las olas en su lucha eterna, unas contra otras chocaban tronando en una noche, que parecía no tener fin. Lo tenía. Pero no sólo era el fin de la oscuridad, también lo era el de la luz, y eso era lo que provocaba que aquella gota de sudor, fría, cayera a la arena gris desde la sien del Humano. Su caída sonó como si un tambor tocara la nota definitiva, inapelable, que indicara que todo iba, por fin, a terminar. 

A pesar de la oscuridad estancada en la playa vacía, y más allá de ella, ese mar y el viento, podían significar resquicios de vida, pues con su sonido y su vaivén parecían acunar al Humano adormeciéndolo, quitando importancia al acontecimiento. Seguía de pie con su gabardina negra y aquel sombrero a juego que le tapaba la cara.

El último relámpago rechazó ese sentimiento provocando por un instante, con su luz, que el Humano quedase ciego, como tantas otras veces. Después el trueno ya no lo sobrevino, pues sabía que debía sonar, y todos los ruidos, por un momento, desaparecieron. Pronto la atmósfera volvió a ser gris y pesada, inmóvil, e incluso los sables del océano eran ahora sólo el murmullo de los soldados que se alejan. Las olas se calmaron y otra gota cayó, esta vez una lágrima sorda que descendía hacia el vacío y las estrellas. El Humano siempre se había refugiado en ellas buscando la protección de esos dioses de energía pura, que todo lo habían soñado y todo sabían. Aspiró con fuerza, y paró sus ojos en la perla del cosmos, que esa noche había menguado mostrando una irónica sonrisa, exhaló el aire y, con un movimiento lento, levantó el antebrazo derecho dejándolo en horizontal, doblado. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda retiró la manga para dejar asomar las manecillas del reloj…Volvió a la posición inicial, percatándose de que en realidad no importaba la hora que fuese, sólo le importaba seguir oyendo el tic-tac, pues mientras sonara, también sonaría el otro reloj, ese cuya velocidad se mide poniéndose la mano en el pecho.

El Humano no pensaba en nada, y sin embargo lo sentía todo. El Humano tenía recuerdos, tenía un pasado, tenía una vida…o eso creía. ¿ Dónde iría ahora esa vida? Era la pregunta, que espontáneamente se había hecho, pero no podía responderla, no sabía, su cabeza daba vueltas y las venas en sus sienes bailaban al son una música ruidosa y sorda al tiempo.

Entonces comenzó el frío. No quería sentirlo porque era la señal de Su llegada…y a nadie le gusta Su llegada. Miró a su alrededor, buscándola, su piel empalidecía, su gesto era sobrio. Era cierto, no entendía el por qué de la llamada, pero, en el fondo, era la llamada para la que al Humano habían preparado desde su nacimiento, desde que respiró, ya que cuando lo hizo por primera vez no sólo significaba que vivía, sino que también moría.

 Cerró los ojos, no quería intentar evadirse, (o quizá sí), lo que pretendía era estar consigo mismo una última vez. Eso lo tranquilizó, y logró no volverse loco del todo, abrió los ojos y…nada. Miró de nuevo hacia los lejanos centelleantes ojos de gato que, obviamente, lo observaban. El frío se hacía ya casi visible, ya que, bajo la gabardina, los pelos de los brazos del humano se habían erizado, en la nuca ocurría lo mismo, como si sintiese que un fantasma le susurraba al oído palabras huecas. Suspiró una nubecilla de vapor caliente. El mar era en ese momento una masa de metal que chillaba y lloraba retorciéndose por Ella, estaba cerca.

Entonces, el Humano se acercó a la orilla, y vio su reflejo en el agua…y los diez segundos en los que todo había transcurrido perdieron el sentido, como todo lo demás, cuando para su asombro, vio en el reflejo que…efectivamente,  su cabeza era una calavera.

                                                                                                               

                                                                                                                    Mario Vicente Guixeras

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